Artículo del miembro del ICEA, Luis Buendía. Se trata de la traducción al castellano del artículo que publicó en ZNet: Crisis, austerity and labor reactions –Spain in the spotlight, con alguna actualización por parte del autor.
Dibuja una visión de conjunto del proceso de devaluación del trabajo, claudicación sindical y hegemonía del capital que se ha dado en España en el curso de los últimos lustros.
Con una tasa de desempleo por encima del 20% de la población activa, una caída en la participación de los salarios en la renta nacional desde los años setenta y una pobreza estimada del 20%, España es, junto con Grecia, Irlanda y recientemente Portugal, el país donde los planes de austeridad europeos están minando más gravemente el nivel de vida de los trabajadores. Pero el español no es sólo un caso particularmente interesante debido al peso de su economía (casi el doble del resto de países periféricos juntos), sino también porque su expansión económica ha sido citada por muchos economistas de dentro y fuera de España como un modelo económico a seguir.
Cómo empezó todo
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Podemos situar el origen del presente marasmo económico en la Transición. Fue tras la muerte de Franco cuando la caída de los beneficios condujo a una ofensiva del capital, institucionalizada finalmente en los Pactos de la Moncloa en 1977. Se trataba de un acuerdo entre las principales formaciones políticas, tanto de izquierda como de derecha, para tratar de poner fin al conflicto distributivo y a su consecuencia: una inflación desbocada. Con su firma, sin embargo, los sindicatos mayoritarios cejaron efectivamente de proteger los intereses de los trabajadores que, al menos teóricamente, representaban. Como consecuencia, las retribuciones no alcanzaron hasta 1991 el nivel que tenían en 1979. Esta tendencia bajista en los salarios reales fue sólo parcialmente compensada por un incremento en la redistribución de rentas por medio de la mejora en el sistema educativo y la introducción de un sistema de seguridad social y de sanidad universal a principios de los ochenta. Con todo, al final de esa década el gasto social real per capita era aún un 20% inferior a la media de la OCDE y un 35% inferior a la media de la UE-15. Los Pactos de La Moncloa firmaron un capítulo negro en la historia del movimiento obrero en España, marcando el principio del aislamiento de sus facciones más combativas y una nueva era en las relaciones laborales que forzaron a los sindicatos a basar su actividad exclusivamente en el “delegacionismo” a mayor gloria de la democracia representativa y en detrimento de las organizaciones asamblearias.
Los Pactos de La Moncloa junto con el resto de medidas macroeconómicas dirigidas a recuperar la rentabilidad constituían un intento de salir de la crisis bastante desafortunado pues, al igual que en otros países de la OCDE donde se impuso la misma vía, surgieron nuevos problemas, dando pie a una pauta de crecimiento preñada de nuevas vulnerabilidades potenciales. En el caso de España y como parte de la ofensiva del capital, la tasa de desempleo siguió un camino ascendente que parecía no tener fin.
En los ochenta se dio un cambio dramático en las estructuras de producción hacia otras áreas de especialización. La creación de una burbuja financiera inmediatamente seguida de una burbuja inmobiliaria sucedió al mismo tiempo que empezaba a fluir dinero a raíz de la incorporación de España a la UE (en aquel momento llamada Comunidad Económica Europea). El estallido de esta burbuja precipitó la crisis con la que se inició la década de 1990, crisis que vino seguida de una recuperación que fue universalmente alabada pero que comportaba riesgos evidentes que fueron ignorados de forma sistemática por las autoridades políticas y económicas.
A mediados de los noventa, la economía española inició una fase de crecimiento fulgurante que, particularmente tras 1997, fue objeto de admiración internacional. Sin embargo, el proceso de acumulación se basó en los mismos sectores que habían hinchado la burbuja de la segunda mitad de los ochenta. Además del turismo, que era el sector que le correspondía a España en la nueva división europea del trabajo, el sector de la construcción acudió en tromba para salvar a la economía de lo que sin su concurso se habría convertido en un crecimiento modesto. El turismo y la construcción sumaron la mayor parte del crecimiento que la economía española fue capaz de generar durante aquellos años. El empleo en el sector turístico aumentó un 70% entre 1997 y 2006, mientras en la construcción se duplicaban. Una de las pocas industrias supervivientes fue el sector automotriz.
Como tanto el turismo como la construcción son sectores intensivos en mano de obra, la tasa de paro descendió rápidamente, de un 24% en 1994 a un 8,5% en 2006. Sin embargo, ambos sectores son poco intensivos en capital, lo que ayuda a explicar por qué la capitalización del conjunto de la economía creció sólo un 8% durante el mismo periodo (cuatro puntos menos que la media de la UE-15) y sólo repuntó ligeramente a partir del año 2002. Esta leve capitalización contribuye a explicar por qué el crecimiento de la productividad española ha sido uno de los más bajos de Europa y, de hecho, se ha reducido un 7%. Al mismo tiempo, los salarios reales bajaban a la par que se disparaban los beneficios del capital. Rentabilidad que se define como los beneficios obtenidos en relación al capital invertido, y aunque los beneficios eran siempre crecientes, al crecer a partir de 2002 el capital empezó a caer también la rentabilidad, anunciando la nueva debacle económica.
Obviamente, la combinación de bajos salarios y burbuja inmobiliaria sólo podía ser sostenida por un crecimiento del endeudamiento de los particulares. En 2006, el valor de la vivienda había alcanzado el 110% de los ingresos disponibles, y si añadimos la deuda empresarial no financiera, la deuda privada alcanzó el 200% del PIB en el último trimestre del 2006 (mientras la deuda pública sólo era del 50%).
Cuando la crisis internacional condujo a la contracción del crédito, y el Banco Central Europeo elevó los tipos de interés, estas deudas empezaron a entrar en mora. La alta dependencia del sector de la construcción y su parálisis cuando el crédito dejó de fluir privaron a la economía de su motor de crecimiento y, a consecuencia de ello, el desempleo creció rápidamente, empezando por los sectores más vulnerables: la construcción y los servicios. Pero la conjunción de un repunte del paro en dos de los sectores más dinámicos de la economía española y los tipos altos de interés condujo a una caída del consumo y la inversión, lo que llevó a la desastrosa situación actual, descrita al principio de este artículo.
Austeridad en la periferia europea
La crisis capitalista no ofrece otra solución que la reanimación del muerto viviente que es el actual sistema económico. El peso de la reanimación económica cae inexorablemente sobre los hombros de los trabajadores, y España no es precisamente una excepción. El plan de ajuste incluye cuatro ejes principales:
1. Plan de austeridad: el gobierno español, en línea con los otros tres PIGS, ha aprobado por decreto la congelación de las pensiones, el recorte del 5% a los salarios de los funcionarios, una dramática reducción de la inversión pública y un aumento del IVA (impuesto indirecto y, por lo tanto, regresivo, pues grava el consumo y son las rentas más bajas las que dedican mayor proporción de sus ingresos al mismo). En los últimos Presupuestos Generales, por último, se aprobó la reducción del gasto social.
2. Reforma del mercado laboral:
a) regulación más laxa para que el despido sea considerado como justificado por razones económicas, lo cual comporta una indemnización por despido muy inferior. Esta indemnización estará parcialmente subsidiada por el FOGASA.
b) promoción de nuevos contratos laborales con una indemnización por despido inferior (de 45 a 33 días por año trabajado)
c) limitación de la capacidad de los sindicatos de participar en las decisiones que atañen a los problemas en los centros de trabajo
d) reducción del ámbito de aplicación de los convenios sectoriales
e) aumento de la duración máxima de los contratos temporales, lo cual aumenta, como es evidente, la temporalidad en el empleo.
3. Reforma del sistema de pensiones: Las propuestas incluyen el retraso de la edad de jubilación hasta los 67 años, y la extensión del periodo de referencia para el cálculo de las pensiones más allá de los 15 actuales (lo cual supone un rebaja de facto en la cuantía de las pensiones).
4. Privatizaciones: A las medidas anteriores el gobierno ha añadido la privatización parcial de empresas tradicionalmente muy rentables: el 49% de AENA (cuya deuda ha surgido únicamente en los últimos años y podría estar relacionada con determinadas decisiones de inversión vinculadas a compromisos políticos) y el 33% de Loterías y Apuestas del Estado (ONLAE), que sigue siendo altamente rentable. Dentro de este ámbito es necesario incluir igualmente el plan de reestructuración bancaria con una privatización encubierta de las cajas de ahorro, que encontrarán además en los puestos directivos de los futuros bancos a los dirigentes de las actuales cajas, nombrados por los partidos políticos.
Además, hace un tiempo, para aumentar la solvencia del sector bancario, se aprobó la compra de activos que estaban en el balance de los bancos por valor del 4,6% del PIB, y el aval a la deuda emitida por las entidades en riesgo alcanzó un 18,3% del PIB, aunque muchas de esas garantías no han sido aún ejecutadas.
Las implicaciones de clase de estas “contrarreformas” son obvias. Después que los salarios directos, indirectos y diferidos han sufrido una erosión a largo plazo, estas reformas suponen una vuelta de tuerca más al nivel de vida de los trabajadores. Ya el incremento de la temporalidad que se deriva de esta reforma laboral es pernicioso, pero la tendencia general es mucho peor cuando tomamos en cuenta otras consideraciones. Una mayor flexibilidad en el despido implica la rescisión de contratos antiguos, generalmente con mejores condiciones laborales y primas de antigüedad, siendo sustituidos por contratos nuevos más baratos y precarios. Por otra parte, los cambios que merman la cuantía de las jubilaciones son otro ataque frontal contra la calidad de vida de los trabajadores.
Ansioso por preservar una imagen favorable a los trabajadores, el gobierno “socialista” introdujo una reforma fiscal que incluye un aumento en el gravamen que pesa sobre las rentas superiores a los 120.000€. Sin embargo, con ella las rentas superiores seguirían disfrutando de una menor fiscalidad que en 2007. Es más, el incremento estimado de la recaudación gracias a esta propuesta no llega a los 200 millones de euros, cantidad muy inferior a la recaudación perdida a raíz de la rebaja fiscal de 2007, cuando el mismo gobierno del PSOE abolió el Impuesto sobre el Patrimonio (que supuso una recaudación de 2.100 millones en 2007). Incluso si comparamos el tratamiento fiscal de las rentas más altas (por encima de los 120.000€) con otros sistemas fiscales europeos, podemos calificar la fiscalidad española de minimalista. Por ejemplo, en 2009, en Francia, el Impuesto sobre el Patrimonio, que aún existe allí (aunque diluido por el gobierno de Sarkozy) reportó a las arcas del Estado 3.290 millones de euros.
Con todo, la política de recortes sociales parece que ha llegado para quedarse, a no ser que hagamos algo por impedirlo. Ante tal agresión del gobierno a los intereses de la clase obrera, cabía esperar una respuesta contundente por parte de ésta en forma de un aumento de la conflictividad social, al menos, de forma similar a lo que hemos visto en Grecia. Sin embargo, la respuesta en España ha sido tibia e indolente. Vamos a tratar de buscarle explicación.
Debilidad de los trabajadores organizados
Uno de los signos más claros de la debilidad de los sindicatos en España se dio durante la última fase expansiva de la economía. Como ya he mencionado, mientras los beneficios se disparaban durante la última expansión económica, los salarios se estancaban en términos reales; y aunque se creaban nuevos puestos de trabajo, eran en una gran proporción precarios, con contratos temporales y mal retribuidos.
La tasa de temporalidad laboral es la más alta de toda Europa, con casi un tercio de la contratación total y, por tanto, más del doble que la media europea. El 10% de los trabajadores están incluso por debajo del umbral de la pobreza a pesar de llevarse un sueldo a casa. Por desgracia, las organizaciones responsables de defender a los trabajadores han sido completamente neutralizadas, incluso antes de la última ronda de “contrarreformas” del mercado laboral, lo cual explica en buena parte por qué la resistencia es hoy en día tan débil.
Este debilitamiento del movimiento obrero forma parte de una tendencia mundial. La clase obrera “tradicional” se bate en retirada en todas partes, aunque sigue siendo la base del sindicalismo de clase. El incremento en la precariedad, la marginalización de los trabajadores en las industrias tradicionales y la creciente segmentación en el trabajo, han llevado a la división y la desorganización de amplios grupos de trabajadores. A pesar de que la clase trabajadora sigue presentando unas características comunes, como su condición de asalariada, su desposesión de los medios de producción, su incapacidad para protegerse de la arbitrariedad o la incertidumbre, y su falta absoluta de poder real para transformar la sociedad y poder así tomar las riendas de su vida y su futuro.
Esta tendencia general emergió en España durante las huelgas de los ochenta. Impulsadas por sus bases, las grandes centrales sindicales españolas no tuvieron más remedio que involucrarse en la lucha en una situación en la que la conflictividad social alcanzó su cénit tras la gran derrota de finales de los setenta. Un acontecimiento clave fue la huelga general de 1988. Sin embargo, para entonces, la reestructuración industrial había eliminado sectores donde tradicionalmente se encontraban los trabajadores más activos, y el alto desempleo y la creciente temporalidad hicieron el resto para debilitar el movimiento obrero en su conjunto. Es más, el modelo sindical impuesto en los Pactos de La Moncloa dificultó la acción de los sindicatos más combativos. Estos, con una larga tradición de lucha efectiva protegiendo los intereses de los trabajadores tras de sí, han ido perdiendo influencia, mientras los sindicatos mayoritarios han generado una desconfianza y rechazo crecientes entre los trabajadores. A causa de ello, la tasa de sindicación ha sufrido un declive desde el pico de 1993 hasta el 14% actual, la tasa más baja de la UE-15 después de la de Francia.
Es en este contexto de debilidad asociativa de los trabajadores en el que se comprende que los trabajadores hayan sido incapaces de beneficiarse del crecimiento económico derivado de la fase expansiva que empezó en 1995 y se intensificó a partir de 1997. Muy al contrario, ante la falta de combatividad sindical los salarios reales se mantuvieron congelados, por lo que la burbuja inmobiliaria se formó basándose en el endeudamiento privado, empujando a muchos trabajadores a caminar sobre una capa de hielo cada vez más delgada que acabó por resquebrajarse y ceder al desencadenarse la crisis financiera global y llegar ésta a España. Esa misma debilidad obrera ayuda también a explicar por qué la reacción a tan terribles condiciones y políticas neoliberales del gobierno “socialista” no ha sido mucho más fuerte.
Otro factor que ha amortiguado el golpe es el tamaño de la economía informal en España, el cual se estima en un 23% del PIB. Sólo Grecia e Italia tienen economías en las que su sector informal sea proporcionalmente comparable al caso español, mientras que en la mayoría de los países de la OCDE la economía informal es un fenómeno menos importante (6% menos, de media). Junto con los lazos familiares, aún bastante fuertes en España, la economía informal ha permitido amortiguar la dureza del golpe sobre las condiciones de vida de los trabajadores españoles, eso sí, a un alto coste en términos de derechos.
La huelga general
Tal era la situación cuando los sindicatos mayoritarios convocaron la huelga general del 29 de septiembre. Esa convocatoria fue también secundada por casi todos los sindicatos asamblearios, mientras que algunos sindicatos derechistas decidieron boicotearla. Los presagios eran de todo menos propicios. Para empezar, el ambiente en lo que a movilizaciones se refiere estaba bastante frío debido a que los grandes sindicatos llevaban años oponiendo una tímida respuesta a los ataques del capital sobre la clase trabajadora, mientras que el resto de organizaciones estaban en una posición de debilidad y, en algunos sectores, eran simplemente inexistentes.
En segundo lugar, la fecha escogida por las grandes centrales sindicales era demasiado tarde en relación con los momentos más intensos para la población, pues el primer plan de austeridad fue introducido a principios de verano, al tiempo que se anunciaban las inminentes reformas del mercado laboral y de las pensiones. Las grandes centrales arguyeron que se trataba de hacer coincidir la fecha con la jornada de movilizaciones convocada a nivel europeo, pero nada les hubiera impedido convocar una huelga general a principios de verano, cuando las condiciones eran más propicias, y hacer una nueva llamada a la huelga en septiembre, caso de que el gobierno no hubiera rectificado. Por ejemplo, en Francia, donde las tasas de afiliación a los sindicatos son inferiores, se sucedieron siete huelgas generales entre marzo y octubre para protestar contra la reforma del sistema de pensiones, reforma que no es tan dura como la propuesta en España. Otro ejemplo: en Grecia, ha habido en 2010 catorce huelgas generales para oponerse al plan de austeridad implementado por el gobierno, el Fondo Monetario Internacional y la Unión Europea.
A pesar de todo, la huelga contó con un respaldo social mucho mayor de lo que los mismos convocantes esperaban, sobreponiéndose al clima de desánimo generado por los medios de comunicación del sistema. A pesar de haber sido secundada por menos trabajadores que la previa huelga general del 2002 (contra un gobierno del PP), su incidencia fue considerable en sectores especialmente ligados a la clase trabajadora tradicional. Fue en las ciudades en las que la industria juega un papel aún importante donde por lo general la convocatoria tuvo un éxito mayor. En el sector servicios, el mayor seguimiento se produjo en el transporte, magnificando los efectos disruptivos de la jornada de huelga. El perfil de los huelguistas era doble: viejos sindicalistas que aún no han abandonado la lucha, junto con jóvenes que se les unieron. En Barcelona, donde la extrema izquierda está mejor organizada, se produjeron algunos disturbios; también, aunque de menor importancia, en algunas zonas industriales de Galicia y Madrid. Aun así, el nivel de la protesta estuvo lejos de la virulencia de las manifestaciones de mayo en Grecia, y ni que decir de las de diciembre de 2008.
Lo importante en cualquier caso es que la respuesta en España, aunque superando las expectativas, fue mucho más débil de lo que sería de esperar dadas las deplorables circunstancias económicas y la severidad del programa de ajuste del gobierno. Según las cifras de los sindicatos, tradicionalmente infladas, hubo un millón y medio de ciudadanos manifestándose en las calles de las ciudades españolas. Los sindicatos franceses cifraron en tres millones las personas que acudieron a la última manifestación de allí. Por contra, un signo esperanzador fue que la actividad de los piquetes la noche anterior a la huelga general fue enérgica, muy bien planeada y apreciablemente exitosa. Sin duda su esfuerzo fue provechoso. Consiguieron paralizar algunos nudos urbanos de importancia crítica, como los autobuses urbanos en Madrid, y gracias a ello el paro fue secundado proporcionalmente por mucha más gente que las personas que acudieron a las manifestaciones.
Yendo más allá, las expectativas no son optimistas. Era necesaria una confrontación con el gobierno, dada la severidad e injusticia del programa de austeridad. Pero hay varios obstáculos claros que aún deben ser sorteados. La correlación de fuerzas es desfavorable a la clase trabajadora y sus organizaciones, especialmente para aquéllas más combativas y comprometidas con una transformación social profunda. Sin embargo, el 29 de septiembre fue sólo el principio.
Como en tantas otras cosas, el resultado dependerá finalmente de la importante labor que está aún por hacer, dentro y fuera de nuestras fronteras. Solamente en nuestra capacidad para fomentar la movilización podemos confiar la resistencia a un ajuste que está resultando dramáticamente implacable.
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